El Silencio

“Érase una vez un Maestro reputado por su sabiduría y grandeza espiritual. Daba magníficos sermones que entusiasmaban profundamente a la gente. Algunos aldeanos que experimentaban el deseo de oírle hablar, le invitaron para que viniese a su aldea. El Maestro aceptó. Cuando llegó, le esperaban cientos de personas. Tras una suntuosa recepción,  el Maestro subió al podio para pronunciar su discurso. La muchedumbre estaba ávida de oír sus palabras. Les dijo: “¡Queridos hermanos y hermanas!, estoy dichoso de tener el privilegio de estar hoy con vosotros, pero permitidme que os haga una pregunta: ¿sabe alguien el tema del que voy a hablar?” En respuesta a su pregunta, toda la multitud exclamó: “¡Sí, lo conocemos!” El Maestro se detuvo un instante, miró a la multitud sonriendo y dijo: “Bien, entonces si todo el mundo lo conoce, es inútil que diga nada, ¿verdad?” Sin añadir palabra alguna, bajó del podio y se fue del pueblo.
Los aldeanos estaban muy decepcionados. Decidieron invitar de nuevo al Maestro, el cual, una vez más, aceptó.
Llegado el día, le dieron la bienvenida de la manera tradicional. En el momento de empezar su discurso, hizo al público la misma pregunta que la vez anterior, pero esta vez los aldeanos se habían preparado. Entonces, cuando preguntó: “¿Conoce alguien el tema del que vamos a hablar hoy?”, respondieron todos al unísono: “No, no tenemos ni idea”
El Maestro hizo una pausa, mientras que su rostro albergaba una sonrisa ligeramente maliciosa. “Queridos amigos, si no ignoráis todo sobre el tema, es inútil que yo de una disertación, ¿verdad?” Antes de que nadie hubiera tenido tiempo de protestar, ya se había ido. Los asistentes quedaron estupefactos. Habían creído con mucha certeza que la respuesta que esperaba el Maestro era: “¡No! Podéis entonces imaginar lo decepcionados que estaban. Si embargo, rechazaron darse por vencidos. Se preguntaron. ¿Cuál podría ser la respuesta que el Maestro espera, sino es ni sí, ni no?” ¿Qué tendrían que decir para poder beneficiarse finalmente de su sabiduría? Se reunieron para debatirlo  y decidieron lo que tendrían que responder la vez siguiente. Estaban seguros de que esta vez funcionaría. Invitaron una vez más al Maestro. Llegó el día convenido. Los aldeanos estaban a la vez, tensos y entusiastas. Una vez más. El Maestro, en el podio, les hizo la pregunta: “Queridos hermanos y hermanas, ¿conoce alguien el tema del que deseo hablar hoy?”. Sin dudarlo un solo instante, la mitad de la multitud gritó: “¡Sí!”, mientras que la otra mitad gritaba: “¡No!”.
Esperaban, llenos de esperanza, expectantes a los labios del Maestro, pero éste dijo: “¡Bueno, que los que saben enseñen a los que no saben!”
No se esperaban este golpe. Antes de que pudiesen recuperarse del impacto, el Maestro se fue tranquilamente. ¿Qué hacer ahora? Estaban determinados a oírle hablar. Decidieron intentarlo una vez más. Se reunieron de nuevo. Hubo todo tipo de sugerencias, pero ninguna parecía ser la respuesta adecuada. Finalmente, un anciano se levantó y dijo: “Todas las respuestas que damos parecen malas; la próxima vez que el Maestro haga la pregunta, ¿no sería mejor que nos quedásemos mudos, sin decidir nada?”. Los aldeanos estuvieron de acuerdo.
Cuando volvió el Maestro hizo la pregunta habitual. Pero esta vez nadie dijo una sola palabra. Había un silencio tal, que se podía oír el vuelo de una mosca. En la profundidad de este silencio el Maestro se puso finalmente a hablar, y sus palabras de sabiduría se derramaron sobre los aldeanos”.
“¡Que historia tan bonita! Pero, ¿qué significado tiene? Debe tener un sentido profundo…”
 “El sentido de la historia es que no podemos oír la voz de Dios mas que en la profundidad del silencio puro. En el transcurso de la primera visita, cuando el maestro preguntó si sabían de qué iba a hablar, los aldeanos respondieron: “¡Sí!”, que en este contexto representa la voz del ego. El pensamiento: “yo sé”, procede del ego. Cuando el intelecto,  sede del ego, está lleno de información, nada puede penetrar en él. La mente que está llena hasta el borde de saber intelectual no puede recibir la mínima gota de conocimiento espiritual. Por ello, el maestro no dijo nada en el transcurso de su primera visita.
La segunda vez, los aldeanos respondieron: “¡No, no sabemos nada!” Se trata de una declaración negativa. Una mente cerrada tampoco puede recibir el conocimiento supremo. Para ello, hay que estar abierto y receptivo como un niño inocente.
En la tercera oportunidad, dijeron a la vez si y no. Esto ilustra la naturaleza inconstante de la mente, siempre sujeta a duda. Una mente inestable no puede abrirse al conocimiento verdadero.
Cuando la gente acabó por callarse, el maestro hablo. Cuando la mente detiene sus interpretaciones podemos oír por fin la voz de Dios en el interior.
Es comparable a un vaso que quisiéramos llenar de agua. La primera respuesta: “Sí, sabemos”, es como un vaso que ya está lleno hasta el borde. No se puede echar una sola gota más. La segunda respuesta: ¡No, no sabemos nada!, es como un vaso puesto al revés. Es inútil tratar de llenarlo. La respuesta: “Sí” y “No” a la vez, es como un vaso de agua con barro. El agua está contaminada y ha perdido su pureza. Es inútil querer echar más, puesto que esta agua también quedaría contaminada. La cuarta respuesta, el silencio, es como un vaso vacío  que se ha puesto bien recto: se puede llenar con el agua del conocimiento, y entonces lo conservará.
Para poder escuchar, asimilar y digerir las palabras de un Maestro, tenemos que desarrollar nuestro oído interior. Los oídos físicos son incapaces de escuchar a Dios. Funcionan, por lo general, como dos ventiladores: el sonido entra por uno y sale por el otro. Necesitamos un oído interior especial.
Para integrar las palabras de un Maestro tenemos que estar abiertos interiormente. Para recibir sus enseñanzas debemos desarrollar un registro especial. Una mente ruidosa, saturada de palabras, debe aprender a permanecer en silencio y a escuchar con atención. Escuchar implica con todo nuestro ser, no se limita sólo a una parte de vosotros, es decir, a la mente y al oído”.

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